Dulce, tierna, apasionada y blanca. Una persona tan dulce, tan blanca, que muchas veces parecía transparente. Porque Beatriz Rey (A Coruña, 1939) cogía los pinceles y justo en ese momento desaparecía. Se metía pausadamente en el cuadro que iba surgiendo sobre una tela en blanco al fondo de una gran buhardilla. Y así, con la serenidad que transmiten los que tienen un rico mundo interior, iba convirtiéndose en otra persona, en la verdadera Bea Rey, la artista.

Pintaba como una mujer de mundo. Y aparecían entonces el color, la energía y la pasión. Aunque, en realidad, lo que de verdad le importara fuera su pequeño mundo, el que formaban su familia y su pintura. Y no necesitaba más.

Beatriz Rey es una de esas mujeres que hicieron un trabajo digno de haber ocupado un mayor espacio público en el siglo pasado, de haber recibido un mayor reconocimiento. Artistas que vivieron absorbidas por una sociedad en la que para tener un nombre tenían que derribar barreras muy pesadas, muy asentadas. Las sociales pero también las personales. Mujeres que muy a menudo tenían que elegir entre una profesión o un marido. Vivir para desarrollar su talento o vivir para tener hijos. No tenían la opción de hacer ambas cosas. Beatriz Rey eligió la primera. La de ser artista.

Su obra ha sido catalogada para el Museo Bea Rey de Sobrado dos Monxes (A Coruña). Beatriz Rey se ha convertido así en una de las pocas mujeres que cuentan con un museo propio. Algo que, más allá de ser un privilegio, supone un importante gesto de reconocimiento de la figura de una mujer pintora. Ella ha sido una de tantas artistas invisibilizadas en una época en la que pocas mujeres se dedicaban a la pintura y, las que lo hacían, permanecían ocultas detrás de su caballete, en este caso por obligación. La que imponía una sociedad discriminatoria y machista.